Entre los indios de América del Norte, y en todas las tribus sin excepción, existe, además de los ritos de distinto género que tienen un carácter colectivo, la práctica de una adoración solitaria y silenciosa, que se considera es la más profunda y de orden más elevado[1]. Los ritos colectivos, en efecto, tienen siempre, en un grado u otro, algo de relativamente exterior; decimos en un grado u otro, porque, respecto a esto, es necesario naturalmente, en ella como en cualquier otra tradición, establecer una diferencia entre los ritos que podrían calificarse de exotéricos, es decir aquellos en los que todos participan indistintamente, y los ritos iniciáticos. Bien entendido, por lo demás, que lejos de excluir estos ritos o de oponérseles de alguna manera, la adoración de que se trata solamente se les superpone como siendo en cierto modo de otro orden; e incluso hay enteramente ocasión para pensar que para ser verdaderamente eficaz y producir unos resultados efectivos, debe presuponer la iniciación como una condición necesaria[2].
A propósito de esta adoración, se ha hablado en ocasiones de “plegaria” pero eso es evidentemente inexacto, porque no hay en ella ninguna petición, de cualquier naturaleza que ésta pudiera ser; las plegarias que generalmente se formulan en cantos rituales no pueden dirigirse, por otro lado, más que a las diversas manifestaciones divinas[3], y vamos a ver que es de otra cosa de lo que aquí se trata en realidad. Ciertamente, sería mucho más justo hablar de “encantación”, tomando este término en el sentido que hemos definido en otro lugar[4]; podría igualmente decirse que es una “invocación”, entendiéndola en un sentido exactamente comparable al del dhikr en la tradición islámica, pero precisando que se trata esencialmente de una invocación silenciosa y completamente interior[5]. He aquí lo que con respecto a ella escribe Ch. Eastman[6]: “La adoración del Gran Misterio era silenciosa, solitaria, sin complicación interior; era silenciosa porque todo discurso es necesariamente débil e imperfecto, también las almas de nuestros antepasados alcanzaban a Dios en una oración sin palabras; era solitaria porque pensaban que Dios está más cerca de nosotros en la soledad, y los sacerdotes no estaban allí para servir de intermediarios entre el hombre y el Creador[7].” No puede, en efecto, haber intermediarios en semejante caso, puesto que esta adoración tiende a establecer una comunicación directa con el Principio supremo, que es designado aquí como el “Gran Misterio”.
No solamente no es sino en y por el silencio que esta comunicación puede obtenerse, ya que el “Gran Misterio” está más allá de toda forma y de toda expresión, sino que el silencio mismo “es el Gran Misterio”; ¿cómo hay que entender exactamente esta afirmación? Primero, puede recordarse a este respecto que el verdadero “misterio” es esencial y exclusivamente lo inexpresable, que no puede evidentemente ser representado más que por el silencio[8]; pero, además, siendo el “Gran Misterio” lo no manifestado, el mismo silencio, que es propiamente un estado de no-manifestación, es por ello como una participación o una conformidad con la naturaleza del Principio supremo. Por otra parte, el silencio, referido al Principio, es, podría decirse, el Verbo no proferido; por ello, “el silencio sagrado es la voz del Gran Espíritu”, en tanto que éste es identificado con el Principio mismo[9]; y esta voz, que corresponde a la modalidad principial del sonido que la tradición hindú designa como parâ o no manifestada[10], es la respuesta a la llamada del ser en adoración: llamada y respuesta son igualmente silenciosas, siendo ambas una aspiración y una iluminación puramente interiores.
Para que esto sea así, es necesario además que el silencio sea en realidad algo más que la simple ausencia de toda palabra o de todo discurso, aunque fuesen formulados solamente de manera enteramente mental; en efecto, ese silencio es esencialmente para los Indios “el perfecto equilibrio de las tres partes del ser”, es decir, de lo que, en la terminología occidental, puede designarse como el espíritu, el alma y el cuerpo, pues el ser todo entero, en todos los elementos que lo constituyen, debe participar en la adoración para que pueda obtenerse un resultado plenamente válido. La necesidad de esta condición de equilibrio es fácil de comprender, pues el equilibrio es, en la manifestación misma, como la imagen o el reflejo de la indistinción principial de lo no manifestado, indistinción que está asimismo bien representada por el silencio, de suerte que de ningún modo hay motivo para sorprenderse de la asimilación que así se establece entre éste y el equilibrio[11].
En cuanto a la soledad, conviene ante todo destacar que su asociación con el silencio es en cierta manera normal e incluso necesaria, y que, hasta en presencia de otros seres, aquél que hace en sí el silencio perfecto, forzosamente se aísla de ellos por eso mismo; por lo demás, silencio y soledad también se hallan implicados ambos igualmente en la significación del término sánscrito mauna, que es sin duda, en la tradición hindú, el que se aplica más exactamente a un estado como aquél del que hablamos en este momento[12]. La multiplicidad, siendo inherente a la manifestación, y acentuándose tanto más, si puede decirse, cuanto más se desciende a grados inferiores de ésta, aleja pues necesariamente de lo no manifestado; también el ser que quiere ponerse en comunicación con el Principio debe ante todo hacer la unidad en él mismo, tanto como sea posible, mediante la armonización y el equilibrio de todos sus elementos, y debe también, al mismo tiempo, aislarse de toda multiplicidad exterior a él. La unificación así realizada, incluso si no es todavía más que relativa en la mayor parte de los casos, no deja de ser, según la medida de las posibilidades actuales del ser, cierta conformidad con la “no dualidad” del Principio; y, en el límite superior, el aislamiento toma el sentido del término sánscrito kaivalya, que, expresando al mismo tiempo las ideas de perfección y de totalidad, llega, cuando posee toda la plenitud de su significación, a designar el estado absoluto e incondicionado, aquel del ser que ha arribado a la Liberación final.
En un grado mucho menos elevado que ése, y que incluso no pertenece todavía más que a las fases preliminares de la realización, puede señalarse lo siguiente: allí donde necesariamente hay dispersión, la soledad, en tanto que se opone a la multiplicidad y que coincide con cierta unidad, es esencialmente concentración; y ya se sabe qué importancia se da efectivamente a la concentración en todas las doctrinas tradicionales sin excepción, en tanto que medio y condición indispensable de cualquier realización. Nos parece poco útil el insistir más sobre este último punto, pero hay otra consecuencia sobre la cual todavía tenemos que llamar más particularmente la atención para terminar: y es que el método del cual tratamos, en razón de que se opone a toda dispersión de las potencias del ser, excluye el desarrollo separado y más o menos desordenado de tales o cuales de sus elementos, y en particular el de los elementos psíquicos cultivados en cierto modo por ellos mismos, desarrollo que es contrario siempre a la armonía y al equilibrio del conjunto. Para los Indios, según el Sr. Paul Coze, “parece que, para desarrollar el orenda[13], intermediario entre lo material y lo espiritual, sea necesario ante todo dominar la materia y tender a lo divino”; ello en suma equivale a decir que no consideran legítimo abordar el dominio psíquico más que “por lo alto”, no obteniéndose resultados de este orden sino de una manera muy accesoria y como “por añadidura”, lo que en efecto es el único medio de evitar sus peligros; y, añadiremos, ello está sin duda tan lejos como es posible de la vulgar “magia” que demasiado a menudo se les ha atribuido, y que es incluso todo lo que se ha creído ver entre ellos por parte de observadores profanos y superficiales, sin duda porque ellos mismos no tenían la menor noción de lo que puede ser la verdadera espiritualidad.
(*) Este articulo fue publicado en la revista Etudes Traditionnelles, marzo de 1949.
A propósito de esta adoración, se ha hablado en ocasiones de “plegaria” pero eso es evidentemente inexacto, porque no hay en ella ninguna petición, de cualquier naturaleza que ésta pudiera ser; las plegarias que generalmente se formulan en cantos rituales no pueden dirigirse, por otro lado, más que a las diversas manifestaciones divinas[3], y vamos a ver que es de otra cosa de lo que aquí se trata en realidad. Ciertamente, sería mucho más justo hablar de “encantación”, tomando este término en el sentido que hemos definido en otro lugar[4]; podría igualmente decirse que es una “invocación”, entendiéndola en un sentido exactamente comparable al del dhikr en la tradición islámica, pero precisando que se trata esencialmente de una invocación silenciosa y completamente interior[5]. He aquí lo que con respecto a ella escribe Ch. Eastman[6]: “La adoración del Gran Misterio era silenciosa, solitaria, sin complicación interior; era silenciosa porque todo discurso es necesariamente débil e imperfecto, también las almas de nuestros antepasados alcanzaban a Dios en una oración sin palabras; era solitaria porque pensaban que Dios está más cerca de nosotros en la soledad, y los sacerdotes no estaban allí para servir de intermediarios entre el hombre y el Creador[7].” No puede, en efecto, haber intermediarios en semejante caso, puesto que esta adoración tiende a establecer una comunicación directa con el Principio supremo, que es designado aquí como el “Gran Misterio”.
No solamente no es sino en y por el silencio que esta comunicación puede obtenerse, ya que el “Gran Misterio” está más allá de toda forma y de toda expresión, sino que el silencio mismo “es el Gran Misterio”; ¿cómo hay que entender exactamente esta afirmación? Primero, puede recordarse a este respecto que el verdadero “misterio” es esencial y exclusivamente lo inexpresable, que no puede evidentemente ser representado más que por el silencio[8]; pero, además, siendo el “Gran Misterio” lo no manifestado, el mismo silencio, que es propiamente un estado de no-manifestación, es por ello como una participación o una conformidad con la naturaleza del Principio supremo. Por otra parte, el silencio, referido al Principio, es, podría decirse, el Verbo no proferido; por ello, “el silencio sagrado es la voz del Gran Espíritu”, en tanto que éste es identificado con el Principio mismo[9]; y esta voz, que corresponde a la modalidad principial del sonido que la tradición hindú designa como parâ o no manifestada[10], es la respuesta a la llamada del ser en adoración: llamada y respuesta son igualmente silenciosas, siendo ambas una aspiración y una iluminación puramente interiores.
Para que esto sea así, es necesario además que el silencio sea en realidad algo más que la simple ausencia de toda palabra o de todo discurso, aunque fuesen formulados solamente de manera enteramente mental; en efecto, ese silencio es esencialmente para los Indios “el perfecto equilibrio de las tres partes del ser”, es decir, de lo que, en la terminología occidental, puede designarse como el espíritu, el alma y el cuerpo, pues el ser todo entero, en todos los elementos que lo constituyen, debe participar en la adoración para que pueda obtenerse un resultado plenamente válido. La necesidad de esta condición de equilibrio es fácil de comprender, pues el equilibrio es, en la manifestación misma, como la imagen o el reflejo de la indistinción principial de lo no manifestado, indistinción que está asimismo bien representada por el silencio, de suerte que de ningún modo hay motivo para sorprenderse de la asimilación que así se establece entre éste y el equilibrio[11].
En cuanto a la soledad, conviene ante todo destacar que su asociación con el silencio es en cierta manera normal e incluso necesaria, y que, hasta en presencia de otros seres, aquél que hace en sí el silencio perfecto, forzosamente se aísla de ellos por eso mismo; por lo demás, silencio y soledad también se hallan implicados ambos igualmente en la significación del término sánscrito mauna, que es sin duda, en la tradición hindú, el que se aplica más exactamente a un estado como aquél del que hablamos en este momento[12]. La multiplicidad, siendo inherente a la manifestación, y acentuándose tanto más, si puede decirse, cuanto más se desciende a grados inferiores de ésta, aleja pues necesariamente de lo no manifestado; también el ser que quiere ponerse en comunicación con el Principio debe ante todo hacer la unidad en él mismo, tanto como sea posible, mediante la armonización y el equilibrio de todos sus elementos, y debe también, al mismo tiempo, aislarse de toda multiplicidad exterior a él. La unificación así realizada, incluso si no es todavía más que relativa en la mayor parte de los casos, no deja de ser, según la medida de las posibilidades actuales del ser, cierta conformidad con la “no dualidad” del Principio; y, en el límite superior, el aislamiento toma el sentido del término sánscrito kaivalya, que, expresando al mismo tiempo las ideas de perfección y de totalidad, llega, cuando posee toda la plenitud de su significación, a designar el estado absoluto e incondicionado, aquel del ser que ha arribado a la Liberación final.
En un grado mucho menos elevado que ése, y que incluso no pertenece todavía más que a las fases preliminares de la realización, puede señalarse lo siguiente: allí donde necesariamente hay dispersión, la soledad, en tanto que se opone a la multiplicidad y que coincide con cierta unidad, es esencialmente concentración; y ya se sabe qué importancia se da efectivamente a la concentración en todas las doctrinas tradicionales sin excepción, en tanto que medio y condición indispensable de cualquier realización. Nos parece poco útil el insistir más sobre este último punto, pero hay otra consecuencia sobre la cual todavía tenemos que llamar más particularmente la atención para terminar: y es que el método del cual tratamos, en razón de que se opone a toda dispersión de las potencias del ser, excluye el desarrollo separado y más o menos desordenado de tales o cuales de sus elementos, y en particular el de los elementos psíquicos cultivados en cierto modo por ellos mismos, desarrollo que es contrario siempre a la armonía y al equilibrio del conjunto. Para los Indios, según el Sr. Paul Coze, “parece que, para desarrollar el orenda[13], intermediario entre lo material y lo espiritual, sea necesario ante todo dominar la materia y tender a lo divino”; ello en suma equivale a decir que no consideran legítimo abordar el dominio psíquico más que “por lo alto”, no obteniéndose resultados de este orden sino de una manera muy accesoria y como “por añadidura”, lo que en efecto es el único medio de evitar sus peligros; y, añadiremos, ello está sin duda tan lejos como es posible de la vulgar “magia” que demasiado a menudo se les ha atribuido, y que es incluso todo lo que se ha creído ver entre ellos por parte de observadores profanos y superficiales, sin duda porque ellos mismos no tenían la menor noción de lo que puede ser la verdadera espiritualidad.
(*) Este articulo fue publicado en la revista Etudes Traditionnelles, marzo de 1949.
NOTAS:
[1] Las informaciones que aquí utilizamos están tomadas principalmente de la obra del Sr. Paul Conze, L’Oiseau Tonnerre, de donde igualmente extraemos nuestras citas. Este autor da prueba de una notable simpatía con respecto a los indios y a su tradición; la única reserva que habría que hacerle, es que parece fuertemente influenciado por las concepciones “metapsiquistas”, lo que afecta visiblemente a algunas de sus interpretaciones y en especial entraña a veces cierta confusión entre lo psíquico y lo espiritual; pero esta consideración no tiene por lo demás que intervenir en la cuestión de la que nos ocupamos aquí.
[2] Es evidente que, aquí como siempre, entendemos la iniciación exclusivamente en su verdadero sentido, y no cuando los etnólogos abusivamente emplean esta palabra cuando designan los ritos de agregación a la tribu; habría que tener mucho cuidado en distinguir claramente estas dos cosas, ya que de hecho existen ambas entre los Indios.
[3] Estas manifestaciones divinas parecen estar, en la tradición de los indios, repartidas lo más habitualmente según una división cuaternaria, conforme a un simbolismo cosmológico que se aplica a la vez a los dos puntos de vista macrocósmico y microcósmico.
[4] Véase Apeçus sur l'lnitiation, chap. XXIV.
[5] No carece de interés señalar a ese respecto que ciertas turuq islámicas, en particular la de los Naqshbandiyah, practican asimismo un dhikr silencioso.
[6] Ch. Eastman, citado por Paul Coze, es un Sioux de origen, que parece, a pesar de una educación “blanca”, haber conservado bien la conciencia de su propia tradición; tenemos por otro lado razones para pensar que tal caso está en realidad lejos de ser tan excepcional como se podría creer ateniéndose ciertas apariencias totalmente exteriores.
[7] El último término, cuyo empleo sin duda se debe aquí únicamente a los hábitos del lenguaje europeo, no es ciertamente exacto si se quiere ir al fondo de las cosas, ya que, en realidad, el “Dios creador” no puede hallarse propiamente más que entre los aspectos manifestados de lo Divino.
[8] Véase Aperçus sur l'lnitiation, chap. XVII.
[9] Hacemos esta restricción porque, en algunos casos, la expresión de “Gran Espíritu”, o lo que se traduce así, aparece también como siendo solamente la designación particular de una de las manifestaciones divinas.
[10] Véase Aperçus sur l'lnitiation, chap. XLVII.
[11] Apenas hay necesidad de recordar que la indistinción principial de la que aquí se trata nada tiene en común con lo que también puede designarse con la misma palabra incluso tomada en un sentido inferior, queremos decir, la pura potencialidad indiferenciada de la materia prima.
[12] Véase L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, 3ª edición, chap. XXIII.
[13] Esta palabra orenda pertenece propiamente a la lengua de los Iroqueses, pero, en las obras europeas, se tiene el hábito, para mayor simplicidad, de emplearla uniformemente en lugar de todos los demás términos de igual significado que se encuentran entre los diferentes pueblos indios: lo que designa es el conjunto de todas las diferentes modalidades de la fuerza psíquica y vital; es por tanto, casi exactamente el equivalente del prâna de la tradición hindú y del k'i de la tradición extremo oriental.
[2] Es evidente que, aquí como siempre, entendemos la iniciación exclusivamente en su verdadero sentido, y no cuando los etnólogos abusivamente emplean esta palabra cuando designan los ritos de agregación a la tribu; habría que tener mucho cuidado en distinguir claramente estas dos cosas, ya que de hecho existen ambas entre los Indios.
[3] Estas manifestaciones divinas parecen estar, en la tradición de los indios, repartidas lo más habitualmente según una división cuaternaria, conforme a un simbolismo cosmológico que se aplica a la vez a los dos puntos de vista macrocósmico y microcósmico.
[4] Véase Apeçus sur l'lnitiation, chap. XXIV.
[5] No carece de interés señalar a ese respecto que ciertas turuq islámicas, en particular la de los Naqshbandiyah, practican asimismo un dhikr silencioso.
[6] Ch. Eastman, citado por Paul Coze, es un Sioux de origen, que parece, a pesar de una educación “blanca”, haber conservado bien la conciencia de su propia tradición; tenemos por otro lado razones para pensar que tal caso está en realidad lejos de ser tan excepcional como se podría creer ateniéndose ciertas apariencias totalmente exteriores.
[7] El último término, cuyo empleo sin duda se debe aquí únicamente a los hábitos del lenguaje europeo, no es ciertamente exacto si se quiere ir al fondo de las cosas, ya que, en realidad, el “Dios creador” no puede hallarse propiamente más que entre los aspectos manifestados de lo Divino.
[8] Véase Aperçus sur l'lnitiation, chap. XVII.
[9] Hacemos esta restricción porque, en algunos casos, la expresión de “Gran Espíritu”, o lo que se traduce así, aparece también como siendo solamente la designación particular de una de las manifestaciones divinas.
[10] Véase Aperçus sur l'lnitiation, chap. XLVII.
[11] Apenas hay necesidad de recordar que la indistinción principial de la que aquí se trata nada tiene en común con lo que también puede designarse con la misma palabra incluso tomada en un sentido inferior, queremos decir, la pura potencialidad indiferenciada de la materia prima.
[12] Véase L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, 3ª edición, chap. XXIII.
[13] Esta palabra orenda pertenece propiamente a la lengua de los Iroqueses, pero, en las obras europeas, se tiene el hábito, para mayor simplicidad, de emplearla uniformemente en lugar de todos los demás términos de igual significado que se encuentran entre los diferentes pueblos indios: lo que designa es el conjunto de todas las diferentes modalidades de la fuerza psíquica y vital; es por tanto, casi exactamente el equivalente del prâna de la tradición hindú y del k'i de la tradición extremo oriental.
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