Desde
1950, el 23
de septiembre de cada año se celebra el “Día de la Primavera y la
Juventud” en Trujillo, el cual jolgoriosamente se expresa en un
Festival
Internacional de la Primavera. Este nació por iniciativa del Club de Leones de Trujillo
y es —sin duda— uno de los acontecimientos más importantes del norte del Perú.
Dicho Festival, pese a que comporta inconfundibles
pautas de “reafirmación cultural occidental” de sus organizadores, mayormente eurodescendientes
de clases alta y media, todo indica sin embargo —como veremos más adelante— que
no se trata de una expresión ligada únicamente a los orígenes genético-culturales
del neolítico europeo. ¿Tal celebración es acaso, como diría Mircea Eliade, una
manifestación de “nostalgia por los orígenes” de este colectivo humano? ¿Es la
prueba de un sincretismo cultural actualmente direccionado por los descendientes
de los invasores y colonos europeos? ¿Es que este festival representa además la
persistencia cultural de una milenaria fiesta andina? ¿Se trata quizás de una
recreación alienígena sin un soporte
socio-cultural indígena? En relación
a estas preguntas, en este breve ensayo presentamos hipótesis que abran
posibilidades de investigación más que respuestas definitivas.
Este festival primaveral sería,
según una generalizada creencia, la expresión social de una evocativa nostalgia de los eurodescendientes
y occidentalizados de las clases alta y media de Trujillo: estaríamos ante la
remembranza de elementos simbólicos propios
de los pueblos europeos, quienes celebraban
durante varios días la llegada de la primavera. Estos elementos simbólicos provienen
de miles de años atrás, de fiestas que celebraban los pueblos celtas e
indoeuropeos desde tiempos prehistóricos; estos oficiaban sacrificios de acción
de gracias mediante ritos sociales para señalar el renacimiento de la naturaleza
y el inicio de un nuevo ciclo agrario (Sir James G. Frazer, The
Golden Bough: A Study in Magic and Religion, 1922, II, chapter V).
En la sociedad medieval y del
Renacimiento existieron fiestas religiosas cristianas, relacionadas con el inicio
del ciclo agrario, las cuales ritmaban y marcaban la vida de sus habitantes. Es
indudable de que estas festividades primaverales provienen de tradiciones mediterráneas
y nórdicas de origen pre-cristiano (“paganas”), existentes seguramente desde el
fin del período glacial europeo (Würm III y IV). Podemos colegir que el origen
de la festividad primaveral en Europa hunde sus raíces no sólo en específicos imperativos
cósmicos sino también en las manifestaciones geoculturales de sus respectivos paleolítico
y neolítico. Es más, la aceptación del cristianismo por parte de sus habitantes
no significó ni implicó la supresión de sus festejos, por paganos que estos hayan
sido, sino más bien la cristianización de los mismos.
¿Cuáles fueron los elementos simbólicos y
sociales de los festejos primaverales del área geocultural que trajeron,
especialmente a la América del Sur, los invasores y colonos españoles de los
siglos XVI y XVII, endosándolos vía endoculturación a sus descendientes (criollos)
y occidentalizados? ¿Cómo ocurrió el proceso de relocalización, traspaso y
adaptación de usos y costumbres, creencias y festejos primaverales europeos de
los colonos hispanos a sus descendientes y occidentalizados, es decir de su
singular “paquete cultural”, en el área geocultural influenciada por imperativos
cósmicos y telúricos-sociales propios del hemisferio austral?
Antes
de ir más lejos en cuestiones hipotéticas, veamos la situación humana en esta
parte del planeta: se han hallado restos humanos óseos en la Pampa de los
Fósiles (Pacas-mayo), que prueban la existencia de una cultura lítica costeña de
± 12.000 años (Claude Chauchat, El Paijanense de Cupisnique, Lima, IFEA,
2006).
Esto prueba que los valles de la costa norperuana se encontraban habitados
desde, al menos, el paleolítico superior. Estas colectividades, al igual que las
del hemisferio norte (boreal), observaron detenidamente y durante generaciones,
los fenómenos naturales, entre ellos los astronómicos. Es probable entonces que
registraran los movimientos del sol y luna, identificaran planetas y constelaciones,
fijaran puntos cardinales, efectuaran ritos astrales, etc. Los estudios antropológicos,
arqueológicos e históricos señalan la existencia de la presencia de un saber
astronómico así como su continuidad cultural; esta, a menudo, velada, en sus mitos
y leyendas, en sus complejos arquitectónicos, en sus representaciones murales y
bajos-altos relieves, en su cerámica y esculturas, etc.
En
los valles de Chao, Virú, Moche, Chicama y Jequetepeque (por únicamente citar a
estos), encontramos un mosaico cultural de grupos amerindios, indiscutibles
herederos de la cultura lítica derivada del Hombre de Paiján. Entre ellos
destacan, la sociedad regional moche (mochica), que se desarrolló
entre el 100 a. C. y el 700 d.C. en el valle Moche, las evidencias
arqueológicas revelan que estos tenían amplios conocimientos de astronomía,
arquitectura, hidráulica y agricultura. Todo apunta a confirmar que los
mochicas no sólo eran continuadores de la tradición lítica paijanense sino de
igual forma celebraban diversos ritos y festejos ligados a los ciclos y ritos agrarios
y pesqueros, los que eran expresiones de sus saberes astrales. No sabemos las
razones por las que se desarticuló esta pujante sociedad regional, pero
desapareció. Entre los siglos VIII al XII se observa la presencia serrana de la
sociedad huari (Ayacucho); hacia el año 1100 d.C. las etnias
regionales nor-peruanas se remozan suscitándose
un nuevo ciclo cultural (representado por la leyenda de Naylamp): destaca la emergencia
de la sociedad chimú (entre los siglos XI al XV). A partir del siglo XIV se
inicia el Tawantinsuyu como una confederación de naciones lideradas por la
etnia quechua (Cusco): su onda expansiva asimila ―de grado o fuerza― a los estados
regionales del actual Perú; esta ondulación civilizacional no significó ni
implicó la eliminación de cultos locales ni las festividades tradicionales, dura
hasta la irrupción hispana (siglo XVI).
Sobre el saber astral
y las festividades ligados a sucesos astronómicos existentes en el
Tawantinsuyu, el Inca Garcilaso de la Vega, refiere que los reyes incas “alcanzaron los equinoccios, y los
solemnizaron mucho [...] Para verificar el equinoccio tenían columnas de piedra
riquísimamente labradas, puestas en los patios y plazas que había ante los
templos del sol” (Comentarios
Reales de los Incas, Libro segundo, cap. XXII). Detalla también que los reyes incas festejaban una cuarta
festividad anual, a la que llamaron Situwa Raymi, y que esta
se llevaba en el Equinoccio de Primavera, es decir en el mes de Septiembre: “A
la cuarta fiesta que los reyes Incas celebraban solemnemente en su corte la
llamaban Situwa; era de mucho regocijo para todos [...] Preparábanse para esta
fiesta con ayuno y abstinencia de sus mujeres [...] Todos en general eran
preparados: hombres, mujeres y niños [...]” (Comentarios Reales de los
Incas, Libro séptimo, cap. VI). En uno de los calendarios prehispánicos se
menciona el mes lunar llamado Coya
Raymi Quilla, Lunación de la
fiesta de la Luna, en el mes de Septiembre, “mes del inicio del plantar”. En este mes también se realizaba la purificación
ritual, conocida como Citua o
Situwa, con el cual se expulsaban las fuerzas errantes y las malas
influencias que se acumulaban durante el año en los centros sagrados del
Tawantinsuyu. Este mes era igualmente llamado Satuaiquis o Puzcuaiquiz
por otros cronistas del siglo XVI.
Las citaciones
arriba señaladas no hacen sino corroborar que en la inmensa área geocultural
del Tawantinsuyu existían ritos y festejos cíclicos encadenados al mundo
astral. Es más, los festejos primaverales celebrados siglos más tarde por
colonos europeos, sus descendientes y occidentalizados no eran absolutamente
extraños ni a la mentalidad ni a los usos y costumbres amerindias locales y
regionales. Todo indica,
como estamos brevemente distinguiendo, que en la celebración de estas
festividades primaverales existe un oculto e inadvertido trasfondo
genético-cultural amerindio: estamos ante la persistencia cultural de una
milenaria festividad probablemente panandina y sobre todo costera. Queda claro
que los aludidos eurodescendientes no empezaron a promover la festividad primaveral
a partir de nada. Y si hubo un entusiasmo popular como respuesta social, es
porque esta celebración expresaba —en el imaginario colectivo, sobretodo de la
mayoría demográfica de origen mochica-chimú— la reactivación y readaptación de
una milenaria tradición festiva; la que desde tiempos inmemoriales se mueve al
ritmo de influencias cósmicas y telúrico-sociales.
Sobre las circunstancias cósmicas que
se relacionan con la festividad primaveral que se celebra en el hemisferio sur
(austral) es preciso señalar lo siguiente: astronómicamente
los equinoccios ocurren cuando el Sol “entra” al primer punto de Aries
o al primer punto de Libra (véase figura). El Sol entra al primer punto de Aries (llamado también punto
gamma) cuando en su movimiento anual aparente por la eclíptica pasa de Sur a
Norte respecto al plano ecuatorial, y su declinación pasa de negativa a
positiva. El Sol entra en el primer punto de Libra, cuando aparenta
pasar de Norte a Sur del ecuador celeste, y su declinación pasa de positiva a
negativa. En el hemisferio norte (boreal), el paso del verano al otoño, se
llama el equinoccio autumnal. En el hemisferio sur
(austral), el paso del invierno a la primavera, se llama el equinoccio vernal. En el hemisferio
sur, el equinoccio de Septiembre (entre el 21 y el 23) marca el
inicio
de la primavera que
finaliza con el solsticio de verano, el 21 de diciembre. La llegada a estos dos
momentos cósmicos es celebrada festivamente, desde hace milenios, por todos los
pueblos y culturas del mundo. Estas festividades nos permiten tomar consciencia
de las transformaciones que ocurren en la tierra en armonía con las leyes del
cielo; nos recuerdan a su vez los grandes ciclos históricos de la humanidad,
determinados por los movimientos cósmicos.
Frente a la realidad cósmica y
telúrico-social del hemisferio sur (austral) los colonos europeos, sus
descendientes y occidentalizados, tuvieron inevitablemente que, a partir del
siglo XVI, por así decirlo, “reprogramarse” pues estaban “programados”, por sus
singulares condiciones cósmicas y geoculturales de sus tierras originarias
(Europa), para celebrar la festividad primaveral el 21 de Marzo de cada año. En
su imaginario y vivencia social se opera un cambio cultural radical, de 180°, la
fiesta primaveral deben de celebrarla no el 21 de Marzo sino el 23 de
Septiembre de cada año. Al encontrarse con equivalentes simbólico-culturales
locales y regionales indígenas (el culto agrario de San Isidro “El Labrador”, la
procesión del “Señor de Caña”, etc.) de su nostálgica festividad primaveral
tuvieron que verse obligados a adaptarse, para lo cual, en su calidad de
vencedores, impusieron sus propios elementos simbólicos y sociales de
celebración, y los vencidos, es decir la enorme masa indígena de origen
mochica-chimú, se asimilaron gustosamente pues esta celebración correspondía a
su milenaria tradición festiva primaveral. Estamos ante la persistencia de una
fiesta tradicional que hunde sus raíces en el singular neolítico de la América
del Sur, el cual pervive gracias a esta estratégica
confluencia cultural.
Intisunqu Waman
(Notas Marginales, Año 1, No. 2, 2013, pp. 7-8)
Muy precisa y sesuda su exposición. Realmente magistral. Felicitaciones
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