sábado, 7 de noviembre de 2009

SOBRE LA SUPUESTA “PASIVIDAD” DEL HOMBRE ANDINO

Mirando pasar las nubes, encima “el cerro me quedo”...
Copla popular

Introducción

El hombre andino, aymara o quechua, se concibe “idealmente” a sí mismo sentado en la cima de un cerro, mirando pasar las nubes por sobre su cabeza, de atrás hacia adelante. No pocos autores quisieron encontrar en esa imagen “paradigmática” la mejor demostración de lo que, según ellos, sería “la connatural indolencia del indio”; otros, con mayores pretensiones “filosóficas”, creyeron descubrir en los altos Andes centrales una especie de atmósfera existencialista en virtud de la cual los andinos, dado que, se nos dice, “su cosmovisión excluye la idea del “ser”(sic!)” , no aspirarían más que al “mero estar en el mundo”, traducción más o menos libre del “dessein” heideggeriano; otros aún, más inclinados hacia la “psicología social”, optaron por diagnosticar un claro síntoma de “desmoralización y abatimiento”.

Estos tres enfoques, cuyos presupuestos y derivaciones no nos proponemos examinar aquí, tienen por denominador común el problema de la pasividad del hombre andino, “pasividad” condenada por los primeros en nombre de “la civilización y el progreso”, alabada los segundos en nombre de “la armonía con la naturaleza”, y deplorada los terceros en nombre de “la lucha por la liberación de los pueblos”.

La cuestión ha dado lugar a muy acalorados debates desarrollados durante décadas en toda clase de congresos, seminarios, simposios, libros y revistas; y, mucho nos lo tememos, la polémica continuará por tiempo indefinido, ya que el “problema” de que se trata es verdaderamente insoluble, al menos en los términos en que está planteado. En efecto, desde el punto de vista de los propios andinos, siempre ajenos e indiferentes a las divagaciones “académicas”, el “problema de la pasividad del hombre andino” sencillamente no existe. En todo caso, si hay algún problema, éste radica en la extraña incapacidad de los “indigenólogos” para comprender que un hombre llega a ser plenamente activo en el preciso momento en que, sentado en la cima del cerro mientras ve pasar las nubes por sobre su cabeza, se dedica concienzudamente a no hacer nada. Algunas consideraciones acerca de la noción de tiempo y espacio en la tradición andina (1) ayudarán tal vez a resolver esta aparente paradoja.

Pacha

Se cuenta que, hace algunos años, un político boliviano en tren proselitista visitó una pequeña comunidad aymara y arengó a la población con un encendido discurso, cuyas palabras finales fueron: “Por lo tanto, debemos dejar de mirar hacia atrás para poder avanzar hacia el futuro”. Una exhortación de sentido tan obvio, pronunciada además en lengua nativa, debía ser inmediatamente comprendida y entusiastamente aplaudida, como tantas veces lo fuera en universidades, sindicatos, cámaras de la industria y el comercio, etc.; sin embargo, los aymaras, desde los Principales hasta los niños, quedaron atónitos y desconcertados, preguntándose qué habría querido decirles aquel hombre. Porque todo el mundo sabe que nadie tiene ojos en la nuca y que, en consecuencia, el hombre sentado en la cima del cerro sólo puede ver las nubes que ya han pasado por sobre su cabeza, pero no las que aún están por pasar. En otros términos, se puede ver y conocer “el pasado que se aleja hacia adelante pero nunca el futuro que se aproxima desde atrás”, de modo que “dejar de mirar hacia atrás para poder avanzar hacia el futuro” es una expresión intrínsecamente contradictoria y carente de todo sentido para cualquier persona medianamente razonable.

En lengua aymara, qepa significa tanto “atrás” como “después”, y qarüru (“mañana”), se compone de qaru (“seguidamente atrás”) y üru (“día”), o sea “el día que está inmediatamente atrás del actual”. Consecuentemente, el aymara señala por sobre el hombro, hacia atrás y hacia arriba, cuando dice mañana, y señala hacia adelante y hacia abajo cuando dice ayer (masüru). Por su parte, en el runasimi, “habla de la gente”, la lengua quechua, ñaupa es “antiguo”, “primitivo”; ñaupaj es “antes”, como adverbio, y “el primero, el que va adelante”, como adjetivo; ñaupakay es “antigüedad”; y el verbo ñaupay significa “adelantarse”. Así se comprende por qué el andino cuenta las cosas de afuera hacia adentro, mientras que el occidental lo hace de adentro hacia afuera. Sentados ambos, digamos, en la fila más alejada del escenario de una sala de teatro, el occidental piensa: “Aquí estoy yo, luego las sucesivas filas de asientos y, por último, el escenario”; en cambio, el andino piensa: “Primero está el escenario, luego las sucesivas filas de asientos y, por último, aquí estoy yo”. No es por “humildad” que el andino se cuenta el último. “Primero” está lo más alejado puesto que, si está más alejado en el espacio, se corresponde con lo que ha ocurrido antes en el tiempo; “por último” estoy yo puesto que, estando aquí en el espacio, estoy ahora en el tiempo, o sea que soy “lo más próximo” y, por lo tanto, “lo último que ha ocurrido”. Lo que ya ha pasado, lo que ya fue, está adelante, tanto más adelante cuanto más antiguo; lo que aún no ha pasado, lo que todavía no existe, está atrás, en el futuro; y el hombre sentado en la cima del cerro está en el “punto de confluencia” entre lo que ya fue y lo que todavía no existe, o sea en el aquí y ahora.

Naturalmente, lo que todavía no existe, no existe en el tiempo, pues aún no ha ocurrido, ni en el espacio, pues aún no ocupa ningún sitio. Sin duda, la nube que se aproxima desde el futuro “es” (ya que, si no fuera en modo permanente, tampoco podría llegar a existir en modo transitorio), pero se mantiene, por así decirlo, “en estado virtual” hasta el momento en que pasa por sobre la cabeza de uno y, entonces, se hace actual. Con cada nube que nace a la existencia, nacen también su propio tiempo y su propio espacio; todo “punto” del espacio se corresponde indisolublemente con un “instante” del tiempo, y cada cosa está indisolublemente ligada a su lugar y a su momento, por lo que, tanto en la lengua aymara como en el runasimi, hay una sola palabra que significa a la vez “tiempo”, “espacio” y “Mundo”: Pacha (2).

Pachakútij

Una vez “ingresadas” a la existencia, las nubes se van alejando por el espacio y, al alejarse, se van “llevando consigo” al tiempo. Para valernos de una imagen familiar, podríamos decir que todas las cosas son como los granitos que, en un reloj de arena, pasan desde la tolva superior, el futuro, pues ahí está la arena que aún no ha caído, hacia la tolva inferior, el pasado, pues ahí se acumula la arena ya caída, a través del pequeño orificio donde la arena nunca se detiene, el presente. Cuando ha caído el último grano de arena, el ciclo llega a su fin: Ya no hay más tiempo; todo el tiempo ha sido “absorbido por el espacio”. Pero, dado que no hay ni puede haber discontinuidad alguna en el devenir, el fin de un ciclo es necesariamente el comienzo del que ha de sucederle, de modo que, en el preciso instante en que el último “grano de arena” termina su caída, el Gobernador del Mundo, Pachakámaj, se encarga de “dar vuelta el reloj”. En la tradición andina, el acabamiento de un Mundo se denomina Pachakútij, o sea, literalmente, “El Mundo se da vuelta”.

La imagen del reloj de arena ilustra con toda nitidez la secuencia “futuro-presente-pasado”; sin embargo, tiene el inconveniente de que podría inducir al error de creer que son las mismas cosas las que se reiteran en el curso de los ciclos, cuando nada hay en la tradición andina, y, a decir verdad, en ninguna otra, que se asemeje de cerca o de lejos al famoso “mito del eterno retorno”. Podemos entonces remplazar el reloj por un libro de extensión indefinida donde cada página es un ciclo que, al concluir, se da vuelta para dar lugar al ciclo siguiente (3). Ninguna página es igual a otra y, si bien se mira, tampoco son idénticas las palabras y ni siquiera las letras. Es cierto que, a lo largo del libro, aparecerá muchas veces una misma letra, pero en diferentes palabras, y, si las palabras son las mismas, estarán incluidas en frases diferentes, y, aún cuando las frases sean las mismas, estarán incluidas en contextos diferentes, de modo que su significado nunca será idéntico. La página ya leída, claro está, no se disuelve en “la nada” sino que “retorna” al libro de donde, por supuesto, nunca ha salido. Desde el punto de vista del lector, las páginas se suceden unas a otras, pero el hecho es que todas están y permanecen simultáneamente en el libro “desde el principio y hasta el fin de los tiempos”. La página no deja de “ser” sino tan sólo de manifestarse, que no es lo mismo; y, según la tradición andina, el Mundo que se da vuelta permanece eternamente, sólo que no manifestado e “invertido” con respecto al Mundo actual (4). Este es el sentido de los relatos populares que describen el mundo de los muertos diciendo que allí el Sol sale por el Oeste y se pone por el Este, que las papas son negras en vez de blancas, que los hombres están cabeza abajo, y así por el estilo.

El hombre que « no hace nada »

Mientras que toda la filosofía occidental “clásica” se fundamenta en el principio lógico del “tercero excluido”, o sea en el supuesto de que una cosa no puede ser sino verdadera o falsa, el pensamiento andino se fundamenta en lo que algunos han llamado una “lógica trivalente”, o “principio del tercero incluido”, en el sentido de que las cosas pueden ser, o bien verdaderas, o bien falsas, o bien inciertas. Mejor dicho, son a la vez verdaderas, falsas e inciertas: Son verdaderas en tanto se conforman a su propia naturaleza, son falsas en aquello que se apartan de la norma, y son inciertas en tanto que su existencia implica una modificación constante. Verdad, falsedad e incertidumbre se combinan en todas las proporciones posibles y están siempre presentes en todas las cosas. Ninguna cosa podría ser “absolutamente incierta”, pues en tal caso no sería una “cosa” ni nada mínimamente inteligible; ninguna podría ser “absolutamente falsa”, pues algo absolutamente desprovisto de verdad no podría existir en modo alguno; y, en cuanto a lo “absolutamente verdadero”, eso pertenece a un reino que no es de este mundo.

El Principio Único, Absoluto y Eterno, es absolutamente innombrable e indefinible. Todo lo demás es más o menos relativo, cambiante y perecedero y, por lo tanto, también más o menos indefinible. En resumen, el hombre andino nunca define nada ni experimenta la menor inquietud por averiguar lo que sería la cosa en sí: Nada hay en este mundo que sea o pueda ser realmente estable, sino que todo “fluye” en una constante impermanencia, valga la expresión.

Desde luego, también los hombres se ven afectados por su localización en el espacio y por el paso del tiempo, pero el hombre sentado en la cima del cerro no “pasa” sino que permanece siempre allí. Es que, en verdad, en la cima del cerro no está sentado un hombre sino dos (5) : Uno es hawarunánchej (en quechua), o alakha hakessa (en aymara), es decir, literalmente, “nuestro hombre exterior” , y el otro es ukhurunánchej o mankhe hakessa, o sea “nuestro hombre interior” (6). Aquí no se trata, bien entendido, de la exterioridad física y de la interioridad psíquica sino de la distinción fundamental entre la individualidad, el “yo” cambiante y perecedero que incluye tanto a lo físico como a lo mental, y la personalidad, el Sí Mismo supra-individual, permanente e inmutable, o sea el espíritu propiamente dicho: en el runasimi, “hombre”, “individuo” se dice runa, en tanto que “persona” se dice ukhusapa, palabra compuesta por ukhu, “interior”, y sapa, “solitario y único”, de donde resulta con toda evidencia que ukhusapa es aquello por lo cual el hombre individual participa de Aquél que es verdaderamente Solitario y Único y para quien no existen el pasado ni el futuro sino sólo el Eterno Presente.

¿A qué queda reducido, pues, el problema de la pasividad del hombre andino? El hombre exterior se abstiene de toda acción a fin de no perturbar al Hombre Interior que contempla el mundo desde su “morada” en el corazón, chuyma (en aymara), que es el “órgano” del intelecto: Chuymahasitha es “comenzar a tener entendimiento”, chuymataha es “concebir, formarse una idea”, y chuymajtara es “sabio”. El hombre andino no sufre la compulsión moderna de “actuar” porque sabe que mientras él se mantenga en la cima del cerro “no haciendo nada”, todas las cosas pasarán a través del “Hombre Interior” para ir a ocupar el lugar y el tiempo que les corresponde.

¿Cómo puede alguien pretender, entonces, que aquél que, efectiva o simbólicamente, ordena el mundo por su sola “acción de presencia” es un ser “pasivo”?

Tekumumán

(Artículo publicado en la revista trimestral, Abya Yala, Vol. 1, No 1, Solsticio de Verano Boreal - 2003, Montreal-Canadá, pp. 66-73)

NOTAS

(1) Las tradiciones aymara y quechua, muy diferentes en muchos aspectos, proceden no obstante de una fuente común a la que se ha convenido en denominar “tradición andina”.
(2) El mismo triple significado tienen, por ejemplo, “Olam” y Huntu” en las lenguas batués.
(3) La tradición andina es de transmisión exclusivamente oral, de modo que allí no hay libros, como tampoco hay, por cierto, relojes de arena; pero aquí tratamos de comprender las cosas en la medida de lo posible, y no de hacer “etnología”.
(4) En rigor, es el Mundo actualmente manifestado el que se halla “invertido” en relación al “Mundo de los principios”.
(5) Como los “dos pájaros” de que habla la tradición Hindú.
(6) Estas expresiones pertenecen a la “lengua culta” y no forman parte del habla popular.

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